Tengo tanto como todo. Un poco de varios. Me sobran los malos, los que proporcionan calor asfixiante cuando no puedes estar sentado. Tengo de los que te hacen vibrar y no te dejan dormir.
Tengo también de esos que te hacen reir y llorar. Tengo de los que buscas. Tengo de los que quieres escapar.
Puedo comprar cien ratos libres con el coste más caro que un humano pueda concebir, no puedo venderme ni al por mayor. Tan poco como tanto.
Puedo esconderme en un rincón solo o en mi habitación. A ratos me encierro de lo que me rodea aun rodeado de cientos.
Me hace gracia reír como cuando pienso que el universo está ahí fuera, y aquí dentro. Me da igual correr a mares que llorar al viento. Ya no me importa la sombra que veo detrás de mí en la pared. Me doy la vuelta rápidamente, poniéndolo todo al revés. Era mi imaginación tronchándose de mi perdición.
Soy su juerga, soy su diversión. Y es que a veces soy tan ridículo buscando apoyo como lo soy huyendo del reto. Se enciende con llamas, ascuas y fuertes sentimientos. Quema lo que pilla de por medio, destroza lo que entiende por complejo.
Y que los rostros que me cruzo si no están destinados a sumergirse en mis aguas como aquel buzo. Porque yo busco el sol que nunca aparece, soy el que busca a quien no deja verse. Sonrío con el atentado de los miramientos. Lloro con la dulzura de los remordimientos.
A veces me siento parte de todos los momentos, a veces pertenezco a la nada. Vacío y sin gravedad. Chocando contra puertas y el alfeizar de la ventana.
Aventuras, solo y sin calamidades. Y escalo montes rubios y rampas de ramos. Con ojos delante y manos detrás. Ya me da igual. No reflejo la luz, invisible.
El vaso hasta arriba, la nostalgia se derrama por el cristal de las palabras que nada valían. Un par de golpes y despierto del sueño que me tenía condenado de pies y manos a alguna tontería. El techo y la lejanía del cielo. Muérete mientras te desvaneces, vive mientras lo dices, las dos palabras que pierden valor con los segundos. El mercado ya no las compra, salen gratis por los balcones de las noches estrelladas, ya nada en esta vida parece raro.
¡Te amo!- gritan desde algún recóndito escaparate a las tres de la mañana. Sonrío, me parece bien, a mi otra mitad un poco sombrío.
Y que más me da lo que sientan, que importa lo que parezca, me siento atado al tiempo con hiedras en las caderas. Inmovilizado al tiempo que en trance de aquel ritmo que no para de correr por mis venas.
Manos acariciando mejillas, manos que no son mías.
– A todo te acostumbras- me mintieron con descaro.
Porque hay cosas a las que nunca te acostumbras, cosas de las que nunca te cansas. De las que nunca se cansan mientras te miente mirándote a los ojos:
No es para tanto- envenenando el aire.
El rojo y el verde, el rojo y el azul. Se derivan los dos caminos, el del sufrimiento tardío, el del dolor impío. ¿pero qué importa si no tiene cura?
El alma tira de los bordes de mi chaqueta, me susurra al oído que nunca hubo pase para mi en el tren del paraíso. No importa el camino que escoja, ninguno conduce a los viejos raíles que otros exploran sin contrato ni pensamiento de la realidad.
Realidad que embarga mis oídos, mis sentidos. Realidad que me corroe y me escupe a la cara. Realidad que me accidenta contra los muros de mi propia mente.
Realidades muchas, vidas, las de siempre. Y hubo un tiempo en que tan siquiera sabía nada. Y estuve tan cerca que pude tocarlo con las puntas de mis dedos. Pero el indicador dice: Ocupado.
Caminas como yo, la figura que tienes delante, deambulando sin pareja por las calles de tu derrota, buscando una victoria en la batalla definitiva.